sábado, 20 de junio de 2015

Alas Doradas.

Cuenta la leyenda, que hace muchos años, existía una región llamada Averageland, donde residía uno de los mejores Juglares de la época medieval. 

Su nombre, desconocido para todos nosotros, era alabado por los niños y las señoras de los diferentes pueblos. En su carroza, viajaba por diferentes lares, intentando transmitir las aventuras de los caballeros más valientes del reino.
- ¡Atención señoras y niños, no dejéis escapar esta oportunidad, vuestro Juglar favorito ha llegado para contaros las hazañas de los armados y atenuantes caballeros que defienden nuestras tierras!- Alardeaba siempre para captar a su público.
Dicen que una de las historias que le concedió la fama, fue la de aquel extrovertido escudero, que sin pena ni gloria tuvo un paso fugaz por la realeza. 

"Imagináos señoras al más apuesto caballero que se os presente en vuestras cabezas. Armaduras, espadas, riquezas, oro,... ahora pensad en su  escudero, presa del miedo, endeble, una vulgar rata de cloaca, que sin hacer nada más que cargar espadas, tiene una vida similar a la de su amo. Pues bien mis amadas señoritas, este hombre fue el que consiguió que todos nosotros sigamos con vida y que no hayan acabado desposadas por hombres infames. 

Era un día fúnebre en el Castillo de Don Juan. Su hijo menor, Don Julián había fallecido en una batalla de honor. Solo le quedaban sus tres hijas que además eran el motivo de la deshonra. Semanas antes habían conocido a unos simples campesinos de tierras extrañas y habían decidido marchar con ellos. Don Julián al enterarse, lo dejó todo y fue en busca de sus hermanas para salvaguardar la reputación familiar. 

¡Qué deshonra, qué osadía! Esos simples campesinos escondían un secreto, y mataron a nuestro osado caballero. Don Juan estaba completamente desarmado, no tenía fuerzas para seguir, sabía que su fin se acercaba y dejaría sin nada a sus preciosas hijas y su acomodada mujer. En ese momento un infame escudero, enamorado de Marina, una de las hijas de su amo, decidió que tenía la solución.

- Yo me casaré con ella - Sugirió con voz neutral Henri. -  Sé que aquí solo soy un simple mandatario, pero puedo limpiar su honor, y ayudarle a mantener a su familia. Cuando llegué de mi país, ustedes fueron los únicos que me acogieron y me dieron comida y alojamiento, estoy en deuda con vuestra merced.




- ¡Eso es una locura! - Aclamó la señora de la casa - Ninguna hija mía se desposará con un humilde criado.

- Mujer eso no lo decide usted -  sentenció Don Juan. Sabía que sus hijas no podrían tener otra oportunidad, necesitaba un hombre que las protegiera y les diera cobijo cuando el ya no estuviera en el mundo. - Está bien muchacho, pero antes tendrás que demostrar tu hombría y ganarte el título de caballero que merecerías. Debes lograr lo que mi hijo no pudo. Ahora márchese y vuelva antes de que el sol se esconda tras la montaña una tercera vez, sino le daremos por muerto, y nunca cumplirá su objetivo.

Decidido a ponerse manos a la obra, Henri cabalgó hasta unas tierras desconocidas sin saber que encontraría tras la montaña. Solo llevaba un caballo prestado, un viejo y estropeado escudo y una espada afilada por él mismo la mañana anterior. Tenía nociones básicas de caza y de lucha después de tantos años de escudero, pero aun así, estaba atemorizado por no saber que se encontraría.

Lo primero que escuchó fue un rugido proveniente de las altas montañas rocosas. Se bajó de Moisés,  caballo que le habían encomendado y desenvainó su espada. En la mano izquierda sostuvo el escudo como bien aprendió en la escolanía.

De repente, miró bajo la mirada hacia sus pies y descubrió que en el charco de agua que se encontraba allí, se reflejaba una extraña figura con alas doradas. Nuestro perspicaz Henri, colocó su escudo en la cabeza, como un pequeño llorón atemorizado, mientras ese ser espantoso volaba velozmente hacia él, arañando el acero que cubría a su objetivo.

Volvió a subir alto, y emprendió un nuevo ataque con sus uñas afiladas como arma letal. Esta vez Henri no solo se cubrió, sino que intentó rozar las patas de la criatura voladora con su espada, intentando causarle algún estrago.

El extraño ser lanzó un grito ahogado, abriendo la boca hacia su anterior presa y mostrando unos dientes blancos y maldecidos, con una lengua en forma de serpiente envenenada. Salió corriendo en dirección contraria, dejando a Henri exhalando fuertemente aire en el suelo.

Se levantó como pudo una vez que la bestia inmunda se marchó, y recogió una especie de escama triangular que le había arrancado de sus extremidades inferiores. Miró su antiguo e infame escudo, el cual no tenía ni un solo arañazo, como si de un objeto sagrado se tratase. Intentó ver si la escama era lo suficientemente dura como para causarle daños a sus armas, y rozó con ella su piel, abriéndose una pequeña brecha en el dedo central, mientras que por más que intentaba arañar su escudo, la brecha se habría y desaparecía al instante.

Estaba claro que alguna bruja de las que, de vez en cuando, su amo contrataba para realizar encantamientos, había embrujado su escudo para que fuera mágico y protector. Se sentía con más fuerza para encauzar su camino. Se giró para subirse a Moisés, pero alicaído, el caballo estaba  desangrándose en el suelo.

El horrible engendro volador le había clavado sus horrorosas uñas en una de sus bajadas a la tierra, y él, ni si quiera se había dado cuenta. Henri tuvo que continuar su camino a pie. Miró hacia la montaña y vio que el sol se escondía tras ella, tendría que adelantarse o no cumpliría su objetivo.

Pasó toda la noche caminando, sin soltar el escudo en ningún momento, de vez en cuando se acercaba por el bosque a los riachuelos para mojar sus labios en el dulce néctar que era el agua para él. Cuando tuvo hambre, cazó algún que otro animal, y fabricando fuego con los palos, como sus ancestros le habían enseñado, almorzó sin más miramiento.

Al amanecer, había llegado a los campos silvestres. Miles de criaturas espantosas como la que ayer le atacaron surcaban el cielo con los campesinos subidos en sus lomos. Y los vio, allí estaban los tres espantosos campesinos que había manchado el honor de su futura familia. Envainó su espada con furia y se lanzó corriendo cuesta abajo contra uno de ellos.

El primer campesino, bajito y con risueña sonrisa, andaba contando hazañas de como conquistaba a las murjerzuelas del lugar. Henri, sin que él se lo esperaba, clavó su espada por la espalda, sacándola lentamente para que sufriera cada parte de su piel - Sucia rata inmunda - le susurraba al oído mientras los ojos de su víctima perdían el color propio de la vida.

Los demás empezaron a asustarse, intentaron batir a Henri todos a la vez, pero al rededor de él, un aura de color dorado se formó proveniente de su escudo, y por más que intentaban clavarle dagas, espadas y flechas, nada traspasaba esa fuerza invisible. Las criaturas voladoras empezaron a acercarse lentamente hacia la tierra, chillando ruinmente y causando un dolor de oídos insoportable para los humanos.

Henri empezó a sangrar fuertemente por uno de sus conductos auditivos, pero eso no le impidió seguir luchando contra aquellos seres despreciables que se hacían llamar humanos, pero que manchaban el honor de las mujeres de su tierra. Uno a uno fue envolviéndolos con el suave tacto de su espada. Algunos eran simples heridas que los dejaban desangrándose fríamente en el suelo, otros eran cortes en el cuello que los hacían morir a los pocos instantes, y unos pocos fueron golpes directos en el corazón.

Se desenvolvía con la gracia y la elegancia de un caballero de la corte real, sus golpes eran suecos y no apartaba la mirada de sus víctimas, mientras que a él nadie podía tocarle. Dejó lo mejor para el final, los dos últimos supervivientes eran los malvados amantes de las señoritas de su castillo. Para ellos tuvo un final mejor. Los encadenó a un poste y decidió dejarlos allí, desangrados por las muñecas y listos para morir de hambre y deshidratación. Por mucho que chillaran nunca les encontrarían.

Las bestias voladoras seguían chillando por el suelo. Henri alzó su arma al cielo haciendo que el sol se reflejara en ella, y al igual que ocurrió cuando subió su escudo, los horripilantes animales bajaron para intentar hacerle daño. La fuerza de su escudo cada vez era mayor y hacía que las criaturas revotasen contra él, cayendo al suelo directamente. Cogió el cajaz y las flechas de uno de los campesinos que yacían en el suelo y las empezó a lanzar contra los bichos gigantes sin parar, dejándolos muertos al instante. Se oían los chillidos de dolor de aquellos monstruos del infierno, pero poco a poco se iban apagando dejando un silencio ensordecedor. Solo uno de ellos decidió no bajar hacia la tierra, se fue volando en dirección contraria. Henri lo reconoció enseguida, era el mismo que le había atacado en el bosque. Lo supo cuando vio sus alas doradas.

Henri con más valor y energía que nunca, vio como por segunda vez, el sol se escondía por la montaña y decidió que era hora de regresar. Lanzó una última mirada a esos Seres despreciables que había encadenado, y vio como daban sus últimos suspiros. Se giró engrandecido por su triunfo, y cortó la pata de una de las bestias para llevarla como presente a su nuevo hogar antes de ser coronado como Lord Henri y desposar honradamente a su amada Marina"

Y os preguntaréis, ¿cómo conozco yo a este viejo Juglar que caminaba de pueblo en pueblo hace tantísimos años?  Pues la verdad es que no lo sé ciertamente, al igual que no sé quién soy yo, si aquel juglar con cascabeles en las puntas de su gorro o simplemente el escudero que gracias a un escudo embrujado consiguió convertirse en Lord, lo único que sé es que mi alma vuela libre como aquel dragón infernal al que no lograron derrotar.


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