domingo, 12 de julio de 2015

Rojo.

La primera vez que lo vi llevaba un cubo de arena rojo en la mano. Jugaba en la orilla del mar a mojarse los pies y salir huyendo hacia sus padres. Siempre con su cubo, sin soltarlo, como si fuese una parte más de su brazo.

En una de sus idas y venidas, tropezó con una piedra de la arena y cayó al suelo haciéndose una herida en la rodilla izquierda. 

Me acerqué a tenderle la mano mientras me miraba como si yo fuese un fantasma. Aún recuerdo como me sentí mientras me tocaba para levantarse. Sus ojos marrones a la altura de los mios, su pelo castaño manchado de tierra,... nunca podré olvidar su rostro.

Desde entonces jugábamos todos los días en la playa, él siempre con su cubo rojo y yo con mi pala verde. Fueron pasando todas los días de las vacaciones, y empezamos a sentirnos más unidos que nunca. Nuestras familias ya se sentaban juntos, y nosotros podíamos jugar hasta el anochecer.

Un día en especial, cuando casi acababa el verano, me invitaron a comer a su casa. 

Me llevé la pala, por supuesto, aunque me sirvió de poco en aquel gran chalé de las a fueras. Prometimos que siempre seríamos mejores amigos, que nunca nos olvidaríamos el uno del otro y que por mucho tiempo que pasase siempre nos veríamos en aquella playa el 25 de junio, para empezar nuestro verano.

Pero se acabó el descanso y todo llegó a la normalidad de nuevo. El uniforme de colegio, el moreno blanquecino, los compañeros de aula, mis amigas del equipo,...  a pesar de todos esos cambios, yo pasé todo el año esperando que acabaran las clases. Necesitaba ir a verlo a la playa. Era pequeña pero creía saber lo que era estar enamorada.

En cuanto terminé el último día y recogí mi boletín de notas, salí corriendo disparada hacia el coche, me senté en la sillita a esperar que mi padre me atara, y al llegar a la playa les rogué que fuésemos a la orilla.

Pero allí no había nadie, ni un cubo rojo, ni un niño sonriente, ni su adorable y acogedora familia. Me puse a esperarle mientras sostenía mi pala verde. Pasaron las horas y comenzó a anochecer, notaba que era la hora de volver y él no había aparecido. Llegué incluso a odiarle ese verano, a pensar que se había olvidado de mi, pero a pesar de eso, no hubo manera de sacarlo de mi cabeza.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Estuve muchos años visitando esa playa, con la esperanza de que algún día se acordase de mi y volviese a cumplir nuestra promesa. 

Durante mi adolescencia, empecé a recordarlo de una manera diferente, pasé del odio y del rencor por haberme fallado, a una suave imagen grabada de un niño guapo y apuesto, que me había conquistado el corazón en un solo verano. 

Hace poco me mudé a una residencia de estudiantes durante un año para comenzar mi carrera. 

Recogiendo mis pertenencias del armario me encontré con mi pala verde. Estaba un poco rota por los lados y roída por el centro, además el color se había desgastado y tenía bastante polvo acumulado. Aún así cogí el coche, y recordando como lo conocí me dirigí  hacia la playa.

No sé que esperaba encontrar, quizás era toda la esperanza de verlo de nuevo otra vez lo que me movía hacia el lugar.

Me senté en la orilla, como tantos años atrás llevaba haciendo, mientras las gaviotas se acercaban surcando el agua y llevándose consigo los recuerdos de este verano pasado. 

Iba a empezar el curso, justo ese día hacía ya catorce años que no le veía. 

Justo cuando estaba a punto de levantarme, me fijé en como aparcaba una furgoneta oscura al lado de mi coche rojo, agarré mi pala verde con fuerza mientras un joven y alto muchacho salía del vehículo con un cubo rojo en la mano.

Al mirarnos conectamos casi como la primera vez, solo que era yo la que estaba sentada en el suelo. Se acercó a tenderme la mano, y volví a sentir el roce de su piel después de tanto tiempo. "Nunca dejé de esperarte" le susurré al viento. "Yo nunca quise marcharme", fue su respuesta.

Y es que aunque sus padres tuvieran que mudarse por trabajo, aunque no pudiera llegar ningún año a la playa para verme, aunque rompiera su promesa, decidió volver una última vez, con la esperanza de que yo sintiera lo mismo que él.  Que el olvido no era más que una falsa ilusión óptica. 

Ahora vivimos juntos en la residencia de estudiantes. Decidió estudiar en la univerdad de la ciudad que le vio nacer, y tal y como me pasó a mi, se encontró aquel cubo rojo mientras hacía la maleta. Ahora si sé que estaremos juntos para siempre, porque el destino no podrá volvernos a separar, porque lo que un día se une de verdad, tiene un hilo invisible que los mantiene  atados durante toda la vida, y si se retroceden unos pasos, es normal volverse a encontrar en el nudo inicial de la bobina. 

Yo siempre supe que aquel chico del cubo rojo sería la persona que acariciase mi piel años después  y para toda la vida. 

De vez en cuando vamos a esa playa, y esperamos que el color del cielo se torne rojo amanecer para poder volver, porque esa fue la razón que verdaderamente nos unió, ese circulo completo de emociones que nunca escapó de aquellas olas.


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